jueves, 5 de noviembre de 2009

La culpa en lo irreparable

Aunque no creo terminar el comentario sobre este tema hoy, sí quiero al menos avanzar algo, debido al comentario que recibí acerca de la culpa. El comentario habla de la culpa ante lo irreparable, como la muerte de un ser querido. Por cierto, muchas gracias por el comentario.

Primeramente debo decir que no he tenido la experiencia de perder un ser querido y sentir culpa por ello. En ese sentido, voy a entrar en terreno resbaloso. Sin embargo, sí he sentido culpa por lo irremediable.  Quienes tienen hijos sabrán a lo que me refiero, aunque no llegue al extremo de hablar de una muerte. Pero sí sabrán que hay enormes torpezas --y unas muy graves-- que comete uno al tratar de educar, y que muchas veces dejan una huella en los hijos que sabemos será indeleble. De esos casos puedo citar muchos en mi rol de padre.


Un caso de culpa
Bueno, habiendo acotado el comentario, quiero decir que en estos casos de la culpa ante lo irremediable hay dos cosas a considerar: la responsabilidad y el perdón. Primeramente, como había dicho anteriormente, hay que determinar si la culpa es verdadera o no. Joseph Faber cita el caso de una señora cuya hija murió arrollada por su propio auto: esta señora dejó el vehículo encendido mientras bajaba a dar un recado rápido a su vecina. La niña, que también iba a bordo, hizo algún movimiento que empujó la palanca de velocidades y permitió que el coche avanzara, mientras ella perdía el equilibrio y caía hacia afuera por la puerta que su madre había dejado abierta, quedando justo en el camino de una de las ruedas del auto. La señora se dio cuenta de ello y salió corriendo para encontrar a la niña agonizante, a quien tomó en sus brazos y miró a los ojos, para verla morir unos instantes después.

Este caso, que aún encuentro terrible, me hace pensar en la culpa que naturalmente sintió la madre de la niña. Ella dejó el auto encendido... pero era sólo para dar un recado y volver a subirse. Sería rápidamente. Creo sinceramente que, aunque podamos decir que lo que ella hizo (o dejó de hacer, como supervisar) fue la circunstancia para que la niña muriera, aún así, no fue una situación dolosa o de negligencia consciente. Me refiero a que estamos hechos para descartar información. Nuestra vida sería un caos si fuéramos conscientes de cada cosa que pasa alrededor, de cada parte de nuestro cuerpo que entra en contacto con algo más, de cada sonido que es producido en el ambiente. Por esto, se me hace de humanos distraernos. Y creo que ella más bien no alcanzó a vislumbrar las consecuencias de lo que estaba haciendo o dejando de hacer.

Por eso creo que esa culpa no sería verdadera. Pero aún así.. supongamos (sin conceder, como dicen los abogados) que lo pudiera ser. ¿Cómo puede ser benéfico este sentimiento de culpa? Pues tomando responsabilidad y perdonando. Voy primero a la responsabilidad. La primera responsabilidad al hacer un daño es reparar. Pero a veces esto es imposible, como en el caso que comento. En estas situaciones lo que hay que hacer es encontrar un "para qué" y responsabilizarnos de cumplirlo. Usualmente, este para qué lo encontramos en la última etapa del proceso del auto-perdón, y es lo que nos libra de la culpa esclavizante y nos mueve a la acción y a dejar que Dios "escriba derecho en renglones torcidos".


En este punto debo abrir dos, que explicarán mejor estas etapas: El proceso del perdón (y auto-perdón) y los doce pasos rehabilitadores. Sin embargo, antes de pasar a ellos, y para no dejar muy vago este tema de la culpa ante lo irreparable, dejo unas cuantas ideas que espero ayuden a concretar. Si alguna parece descabellada, espero poder explicar el porqué de su efectividad al extenderme en los temas que ya dije que mencionaría en las entradas venideras. Paso a las ideas y ejemplos, entonces.


Mi culpa particular
Doy mi experiencia personal como ejemplo: lo que no corregí a tiempo en la educación de mis hijos. En especial pienso en uno. Lo que hice mal y lo que no hice antes de sus cinco primeros años, donde se fija gran parte del carácter, y de la forma en que verá la vida. Sin dar más detalle del que debo, diré que mi culpa en eso tuvo que ver con la violencia física y emocional. "En menor magnitud que de la que me entero en las noticias"-- querré pensar para exculparme. Pero que Dios cuantifique y pese eso. También tuvo que ver con mi pasividad y tantas cosas más. En fin. Ahora que veo que hay daño permanente y que es prácticamente imposible retomar el camino que debí haber recorrido como padre ante un hijo difícil, salto de la culpa neurótica a la culpa responsable y me pregunto para qué fue eso: dado que ya ocurrió ¿cómo me puede servir?¿qué sentido tiene que haya pasado así? Si no encuentro un sentido para eso ¿cómo le puedo dar uno? Y entonces comprendo que eso puede tener sentido si mi hijo también llega a ser consciente de qué es lo que él vivió y cómo le afectó. Además, también veo que es una experiencia que tengo que comunicar a los demás, puesto que ya la viví y me consta que, al menos esa manera de educar primera, no es conveniente para ningún hijo. En otras palabras, si ambos nos hacemos conscientes de lo vivido y nos volvemos "defensores" de otros hijos y consejeros de otros padres al menos en lo referente a esa singular experiencia.

Ahí encuentro el para qué de mis errores y mi hijo también puede encontrar el para qué de su mala experiencia. Además, el haber tenido una etapa así --que no quisiera repetir nunca-- con mi hijo me responsabiliza de fijarme bien en cómo lo estoy queriendo, es decir, de las formas concretas en que le manifiesto mi amor. Y si con todos mis hijos tengo el compromiso de educarlos para la vida, con él el compromiso es ahora especial, porque ya le fallé antes: no puedo fallarle más. Por supuesto que no se trata de mandar el péndulo al otro extremo, en que lo eche a perder por ser sobre-protector; pero sí es cierto que ahora mis actos educativos y formativos para él tienen usualmente una visión más amplia del objetivo perseguido en cada ocasión.

La siguiente idea sería sobre mi proceso de auto-perdón, pero creo que aprovecharé la siguiente entrada para hablar del proceso en general y luego particularizaré en el mi propio.

lunes, 21 de septiembre de 2009

El desierto: lugar para escuchar a Dios

Justamente el día que inauguré el blog, empecé con el tema de hacer un alto en el camino para estar con nosotros mismos. Pues bien, hoy me encontré esta liga que, a todos los que somos creyentes, nos da un poquito de luz acerca de lo que también podemos encontrar en esas citas con nosotros mismos.

Es decir, los altos en el camino nos permiten no sólo reflexionar para hacer introspección, sino que también nos sirven para escuchar a Dios. Quien ya lo ha hecho, sabe a qué me refiero. Quien no, no sabe de lo que se pierde.

Aprovecho para contar algo que me ha venido sucediendo en lo personal. Resulta que en este más reciente trabajo que tengo, he estado viajando con bastante frecuencia. A veces salgo menos, a veces más, pero el año pasado, sobre todo, estuve a punto de tirar la toalla. Me desesperé, porque no estaba con mi familia todo el tiempo que quería, y yo sentía que en ese momento ella me necesitaba. Me llegué a cuestionar si valía la pena seguir con ese empleo, puesto que yo realmente trabajo para mi familia, pero lo material no es lo primordial, al menos en mi visión. Es decir, para ser solo proveedor, pues no me hubiera casado, sino que me hubiera apuntado de benefactor para alguna familia ¿no?

Pues el caso es que, ahora que ya se ha moderado la frecuencia de los viajes un poquito más, y que estoy más tiempo con mi familia, me he preguntado si realmente valió la pena haber estado ausente todo ese tiempo. Y felizmente creo que sí, porque lo que yo hacía cuando salía, es que cargaba mi iPod con las homilías del P. Ernesto Ma. Caro, y las escuchaba en mis momentos a solas, durante cada viaje. Y realmente eso me llevó por un proceso que apenas ha comenzado, pero que cada vez más agradezco de manera más convencida.

Por eso sé que es verdad: el desierto es un lugar para escuchar a Dios. Así que aquí dejo esta liga, para descargar la homilía del Padre Ernesto. Espero que también le de al lector de este blog un motivo más para hacer un alto en el camino. La liga es:

http://podcast.evangelizacion.org.mx/mp3/homilias/homilia_El_desierto_lugar_para_escuchar_a_Dios.mp3

Que lo disfruten.

viernes, 11 de septiembre de 2009

La culpa... ¿puede ser benéfica?

En la entrada pasada comentaba que la culpa, el sufrimiento y la muerte son partes esenciales de nuestra vida. Nadie está exento de ninguno de los tres. Nadie se irá de esta vida sin haber sentido culpa y sin haber sufrido. Y, obviamente, "de la muerte nadie se escapa vivo" (como dijo alguien por ahí). Así que tenemos que irnos acostumbrando a la existencia de esta tríada trágica.

Pero bueno: al punto. Quisiera en esta ocasión comentar algo acerca de la culpa, porque está muy generalizada la idea de no culparse por nada. Y a mí esto me parece una actitud de negación que nada tiene de benéfico. Claro, tampoco estoy diciendo que haya que ir por el mundo buscando culpas qué asumir ¿verdad? Pero la cuestión es que tal vez, después de todo, el sentir culpa no es del todo descabellado, o no es todo lo indeseable que creemos.

Primeramente, permítaseme aclarar que distingo entre dos tipos de culpa: la justificada y la injustificada.

La injustificada es la que no es cierta. No existe. Nos la imaginamos. Por ejemplo, me viene a la mente el caso del suicidio de un compañero mío de la prepa. Siempre se dijo que lo había hecho porque su novia lo cortó, y que ella pasó (al menos en ese tiempo) una crisis de culpabilidad: sentía que ella había sido la causa. Este caso extremo iustra una culpa injustificada. El evento sucedió a raíz de que ella terminó con la relación, pero ella no tenía por qué sentir culpa, puesto que cada quien decide cómo solucionar los problemas. Ella no lo obligó ni hubo coacción. Él decidió cómo enfrentar su situación. La relación entre ellos los acercó mutuamente, y ella seguramente que no deseaba la muerte de él, y el hecho de que ésta sucediera, ciertamente la impresionó (¿a quién no?). Pero eso no hace que ella tenga culpa. Es válido que se sienta mal, que se sienta triste, que se desespere ante lo irreversible... pero no es válido que sienta culpa. Esta culpa hay que sacarla de la persona, usualmente con ayuda de algún terapeuta.

La culpa justificada es la que sí existe. Por ejemplo: el padre de familia que llega cansado del trabajo y que, bajo esa circunstancia, llega irritable a la casa. El hijo se le acerca, o derrama algo en la mesa, o hace algo propio de los niños... y el padre responde de manera desproporcionada, enojándose en extremo, regañándolo desde el hígado, tildándolo de torpe o desobediente... (ojalá que no adivinen de dónde saqué este ejemplo). Eso le causará daño, menor o mayor, al niño. Y eso sí es culpa del padre, porque él es responsable de sus acciones. Lo mal que le haya ido en el trabajo no justifica una respuesta desproporcionada. En este caso, sí es justificada la culpa, porque sí existe.

Y como este ejemplo, tenemos muchos: son casos en donde sí tuvimos culpa, y por lo tanto somos responsables de ese daño que hicimos, o de ese error que cometimos. Y aquí es donde entra mi consideración, porque ¿nos va a estar remordiendo la conciencia para toda la vida? ¿nos vamos a lamentar de eso y nos vamos a hundir en la tristeza por siempre? Obviamente que no. Pero, si sí tuvimos culpa ¿cómo no recordar eso? ¿no es mejor tomarla ligera y que "se nos resbale"? Es decir, dado que hay cosas irreversibles, y que tal vez ni se puedan reparar, aunque hayamos tenido culpa... ¿no será mejor pensar "bueno, ni modo, ya no hay más que hacer", y seguir nuestro camino?

Creo que éste es el enfoque que sigue mucha gente. Ahora que estuve trabajando con padres de familia muy de cerca, era común oír el comentario: "pues no puede uno evitar equivocarse, así que ni me preocupo", o bien "Naaah.. tú no te fijes... los niños son de hule... al rato se les olvida..." (refiriéndose a la disciplina con enojo, o visceral). Y creo que esto es más bien un mecanismo de negación de la culpa. Y no es bueno usarlo, porque o nos convierte en irresponsables (al importarnos poco el daño que hacemos) o nos acumula la misma culpa reprimida (al engañarnos a nosotros mismos tratándonos de sedar para no sentir culpa)... y esa culpa reprimida saldrá de otra forma o en otro tiempo.

Pero entonces ¿cuál es el enfoque en el que creo? Creo en la culpa responsable. La culpa fundada en el perdón. "¡Achis! ¿y ésa cuál es?", alguien dirá. Bueno, pues es la forma de asumir la culpa que yo he visto o de la que he sabido que tienen algunas personas que cometen graves errores y no sólo se logran recuperar, sino que utilizan ese sentimiento de culpa responsable, basada en el perdón, para lograr una mayor plenitud en sus vidas.

Pero el espacio es corto, y el tiempo también. Espero hablar de eso en la próxima entrada que agregue al blog.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

El que corre, de algo huye

Ampliando un poquito más la entrada pasada, quiero recordar una frase citada por mi compadre Gerardo: "El que corre, de algo huye". Creo que es muy apropiada para hacer una introspección y preguntarnos si cuando vivimos la vida tan aprisa no estamos corriendo de algo, y si ese algo no somos nosotros mismos, y no sólo nosotros mismos como tales, sino también las circunstancias del encuentro: porque cuando dejamos de correr, tenemos oportunidad de encontrarnos con nosotros mismos en silencio y en soledad, y tal vez ése sea uno de los principales temores que nos hacen darnos a la vida vertiginosa.

Ya acusaba Víktor E. Frankl la alarmante propagación del llamado síndrome de fin de semana, en el que las personas se angustiaban con la proximidad del sábado, porque ¿qué iban a hacer esos dos días?¿qué actividad estimulante o cargada de adrenalina podrían programar en sus agendas?¿cómo podrían evitar el estar en casa sin hacer "nada"?¿cómo podrían evitar la "soledad" del fin de semana? Y el fondo de todo esto era una vida sin sentido, y el temor a hacer un alto en el camino y darse cuenta de ello.

Porque en la soledad, entramos en contacto con nosotros mismos. Y como dijo Shakespeare, en voz de Hamlet: 
"To sleep, perchance to dream - ay, there’s the rub
For in that sleep of death what dreams may come" 

[Dormir, acaso soñar - ¡ay, ahí está la dificultad!
Porque en ese dormir de muerte qué sueños pueden surgir]. 

En otras palabras, si no estamos acostumbrados a estar con nosotros mismos, así, a solas, sin prisas, frente a frente --como frente al espejo-- ¿qué podremos ver cuando lo estemos?¿qué nos podremos encontrar cuando pase la sedación del ajetreo diario? Ahí está la dificultad.

Un amigo mío, durante un retiro espiritual, nos decía que todos tenemos un pequeño monstruo confinado en el calabozo. Son nuestras imperfecciones, grandes o chicas; o nuestros problemas, reales o imaginarios; es todo aquello que está dentro de nosotros mismos y no queremos detenernos a enfrentar. También por eso, tal vez, nos es tan difícil hacer un alto en el camino, porque sabemos que ello implica descender al calabozo y enfrentar a nuestro Quasimodo.  Pero ¿qué es realmente o quién es ese personaje frente a quien nos da miedo detenernos y hacerle compañía?

Difícil pregunta. Y creo que en otra ocasión podríamos profundizar en ello, porque sabemos que somos nosotros mismos, o bien, partes o aspectos de nosotros mismos, y sabemos que de alguna forma hay muchos testimonios de que lo que nos espera ahí en esas profundidades es el mejor compañero que podamos haber encontrado nunca, y no la criatura deforme que temíamos encontrar. Y eso sería todo un hilo de discusión... Tal vez algún día lo abriré.

Sin embargo, hoy quiero atraer la atención del lector hacia otra metáfora más que tengo muy presente. La encontré en un libro sobre cómo administrar el tiempo, y era una caricatura de un joven deslizándose por un tobogán. Llevaba lentes oscuros y una cachucha, al tiempo que disfrutaba una fresca limonada que tenía en la mano. Había varios dibujos del mismo personaje, a medida que bajaba recorriendo su camino, y se veía realmente despreocupado. Sin embargo, al final del tobogán, el personaje estaba dibujado con una expresión de rotunda sorpresa, porque al pie de lo que era el final de su ruta estaba, con su típico atuendo y caricaturizada, la muerte. Había viajado todo el tiempo sin preocuparse por lo que había al final del deslizadero, y un buen día llegó. No había otra ruta y no había otro final. Seguramente en el momento en que descubrió el desenlace de su camino se preguntó si realmente valió la pena deslizarse como lo hizo o habría habido mejores formas de hacerlo.

Ése el valor de los altos en el camino. Nos permiten encontrarnos con nosotros mismos y evaluar cómo hemos recorrido este camino y nos facultan para corregir el rumbo (aún y cuando pudiéramos pensar que no hay mucho que se pudiera corregir). Nos dejan enfrentar ahora lo que estamos posponiendo para un después que de otra forma nunca llegaría.

Por eso, para saber si estamos viviendo o no, si vamos en la dirección correcta o no (¡o si tenemos al menos una dirección en la cuál ir!), para todo esto, lo primero es hacer un alto en el camino. Dejar un día de correr: ya correremos mañana; respirar: ya seguiremos jadeando después.

Y alguien puede decir: "¿y si, en ese alto que realice, me encuentro con todo lo que he hecho mal y con la lista de todo lo que he perdido? ¡Voy a desempolvar mis culpas y sufrimientos pasados, que ya había olvidado, superado, enterrado!". Y puede ser cierto. Pero lo malo no es tener culpas y sufrimientos, sino lo que hacemos con ellos. Elisabeth Lukas llamaba a estos dos, junto con la muerte, la "tríada trágica", porque todos nos los toparemos en nuestra vida inevitablemente.

¿Otra vez estoy siendo pesimista o fatalista? No. Estoy queriendo enlazar el hecho de que la culpa, el sufrimiento y la muerte están presentes en las vidas de todos. No es posible librarse de ellos. Y sin embargo, la vida tiene un sentido. Y la vida de cada quien tiene un sentido particular, y es lo que la hace valiosa para ser vivida. Pero ¿cómo habremos de lidiar con estas tres realidades y aún así tomarle el sentido a la vida? La negación o la represión no son la respuesta. Al contrario, son las actitudes comunes, pero no las que podemos usar de trampolín para descubrir el sentido singular de nuestras vidas.

Pero sobre esta tríada trágica hablaré en una próxima entrada del blog.

domingo, 30 de agosto de 2009

¿Por qué preguntarse por el sentido de la vida?

Yo no sé si todos pasamos por el momento de reflexionar sobre el sentido de nuestras vidas, es decir, si es inherente a los humanos, pero sospecho que sí. Y qué bueno, porque lo único seguro que tenemos es el final de nuestra vida, y el acercarnos cada día a él, nos debe llevar a preguntarnos si realmente ha valido la pena pasar por este mundo en la manera en que lo hemos hecho hasta ahora, o incluso si valdrá la pena seguir viviendo, ya sea con el mismo tenor con que lo hemos venido haciendo, o cambiando la estrategia que hasta hoy hemos usado.

Y no se me acuse de fatalista, por favor. No estoy afirmando que todo se vaya a acabar algún día, y por ello no valga la pena vivir. Por el contrario: creo firmemente que vale la pena. Pero también creo que en la actualidad es muy fácil distraerse y correr, correr, correr... en ninguna dirección. En otras palabras, creo que no es lo mismo vivir la vida que ir por el mundo.

Sobre esto trataré de ampliar mi parecer en las próximas entradas del blog.