miércoles, 2 de septiembre de 2009

El que corre, de algo huye

Ampliando un poquito más la entrada pasada, quiero recordar una frase citada por mi compadre Gerardo: "El que corre, de algo huye". Creo que es muy apropiada para hacer una introspección y preguntarnos si cuando vivimos la vida tan aprisa no estamos corriendo de algo, y si ese algo no somos nosotros mismos, y no sólo nosotros mismos como tales, sino también las circunstancias del encuentro: porque cuando dejamos de correr, tenemos oportunidad de encontrarnos con nosotros mismos en silencio y en soledad, y tal vez ése sea uno de los principales temores que nos hacen darnos a la vida vertiginosa.

Ya acusaba Víktor E. Frankl la alarmante propagación del llamado síndrome de fin de semana, en el que las personas se angustiaban con la proximidad del sábado, porque ¿qué iban a hacer esos dos días?¿qué actividad estimulante o cargada de adrenalina podrían programar en sus agendas?¿cómo podrían evitar el estar en casa sin hacer "nada"?¿cómo podrían evitar la "soledad" del fin de semana? Y el fondo de todo esto era una vida sin sentido, y el temor a hacer un alto en el camino y darse cuenta de ello.

Porque en la soledad, entramos en contacto con nosotros mismos. Y como dijo Shakespeare, en voz de Hamlet: 
"To sleep, perchance to dream - ay, there’s the rub
For in that sleep of death what dreams may come" 

[Dormir, acaso soñar - ¡ay, ahí está la dificultad!
Porque en ese dormir de muerte qué sueños pueden surgir]. 

En otras palabras, si no estamos acostumbrados a estar con nosotros mismos, así, a solas, sin prisas, frente a frente --como frente al espejo-- ¿qué podremos ver cuando lo estemos?¿qué nos podremos encontrar cuando pase la sedación del ajetreo diario? Ahí está la dificultad.

Un amigo mío, durante un retiro espiritual, nos decía que todos tenemos un pequeño monstruo confinado en el calabozo. Son nuestras imperfecciones, grandes o chicas; o nuestros problemas, reales o imaginarios; es todo aquello que está dentro de nosotros mismos y no queremos detenernos a enfrentar. También por eso, tal vez, nos es tan difícil hacer un alto en el camino, porque sabemos que ello implica descender al calabozo y enfrentar a nuestro Quasimodo.  Pero ¿qué es realmente o quién es ese personaje frente a quien nos da miedo detenernos y hacerle compañía?

Difícil pregunta. Y creo que en otra ocasión podríamos profundizar en ello, porque sabemos que somos nosotros mismos, o bien, partes o aspectos de nosotros mismos, y sabemos que de alguna forma hay muchos testimonios de que lo que nos espera ahí en esas profundidades es el mejor compañero que podamos haber encontrado nunca, y no la criatura deforme que temíamos encontrar. Y eso sería todo un hilo de discusión... Tal vez algún día lo abriré.

Sin embargo, hoy quiero atraer la atención del lector hacia otra metáfora más que tengo muy presente. La encontré en un libro sobre cómo administrar el tiempo, y era una caricatura de un joven deslizándose por un tobogán. Llevaba lentes oscuros y una cachucha, al tiempo que disfrutaba una fresca limonada que tenía en la mano. Había varios dibujos del mismo personaje, a medida que bajaba recorriendo su camino, y se veía realmente despreocupado. Sin embargo, al final del tobogán, el personaje estaba dibujado con una expresión de rotunda sorpresa, porque al pie de lo que era el final de su ruta estaba, con su típico atuendo y caricaturizada, la muerte. Había viajado todo el tiempo sin preocuparse por lo que había al final del deslizadero, y un buen día llegó. No había otra ruta y no había otro final. Seguramente en el momento en que descubrió el desenlace de su camino se preguntó si realmente valió la pena deslizarse como lo hizo o habría habido mejores formas de hacerlo.

Ése el valor de los altos en el camino. Nos permiten encontrarnos con nosotros mismos y evaluar cómo hemos recorrido este camino y nos facultan para corregir el rumbo (aún y cuando pudiéramos pensar que no hay mucho que se pudiera corregir). Nos dejan enfrentar ahora lo que estamos posponiendo para un después que de otra forma nunca llegaría.

Por eso, para saber si estamos viviendo o no, si vamos en la dirección correcta o no (¡o si tenemos al menos una dirección en la cuál ir!), para todo esto, lo primero es hacer un alto en el camino. Dejar un día de correr: ya correremos mañana; respirar: ya seguiremos jadeando después.

Y alguien puede decir: "¿y si, en ese alto que realice, me encuentro con todo lo que he hecho mal y con la lista de todo lo que he perdido? ¡Voy a desempolvar mis culpas y sufrimientos pasados, que ya había olvidado, superado, enterrado!". Y puede ser cierto. Pero lo malo no es tener culpas y sufrimientos, sino lo que hacemos con ellos. Elisabeth Lukas llamaba a estos dos, junto con la muerte, la "tríada trágica", porque todos nos los toparemos en nuestra vida inevitablemente.

¿Otra vez estoy siendo pesimista o fatalista? No. Estoy queriendo enlazar el hecho de que la culpa, el sufrimiento y la muerte están presentes en las vidas de todos. No es posible librarse de ellos. Y sin embargo, la vida tiene un sentido. Y la vida de cada quien tiene un sentido particular, y es lo que la hace valiosa para ser vivida. Pero ¿cómo habremos de lidiar con estas tres realidades y aún así tomarle el sentido a la vida? La negación o la represión no son la respuesta. Al contrario, son las actitudes comunes, pero no las que podemos usar de trampolín para descubrir el sentido singular de nuestras vidas.

Pero sobre esta tríada trágica hablaré en una próxima entrada del blog.

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